miércoles, 13 de marzo de 2013
Tal y como el historiador americano Thomas P. Anderson constató en 1981, la causalidad de la Guerra de las Cien Horas es “multifacética como un diamante”. No existen explicaciones sobre el origen del conflicto que puedan ser sustentadas en una causa única. A lo largo del tiempo se ha otorgado diferentes pesos específicos a un conjunto de factores que casi todos los estudiosos de ese acontecimiento consideran que deben ser tomados en cuenta a la hora de establecer las causas de la “Guerra de la Desintegración” como la ha llamado el sociólogo francés Alain Rouquié, haciendo alusión a la crisis de la integración centroamericana llevada a su extremo por la contienda armada. Esos factores van desde las desigualdades del Mercado Común Centroamericano (MCCA), hasta la corriente migratoria salvadoreña hacia la vecina Honduras, pasando por una supuesta conspiración entre ambas oligarquías para desviar la atención popular de los problemas internos, explicación favorita de la izquierda radical quien, de paso, coloca al “imperialismo” en el banquillo de los acusados culpándolo de mover los hilos del drama tras bambalinas sin preocuparse en mostrar evidencia que sustente tal afirmación. La cuestión fronteriza no puede ser considerada como un factor causal directo de la crisis aunque ciertamente fue un factor que contribuyó a crear tensiones militares que generaron sentimientos que favorecieron un desenlace violento del conflicto.
Anderson considera que la base para explicar el origen del conflicto debe
buscarse en la relación entre el hombre y la tierra dentro de los dos estados
contendientes. Ciertamente fueron procesos asociados a esa relación la que
motivó a los grandes latifundistas ganaderos a presionar al gobierno hondureño
para expulsar masivamente a los campesinos precaristas salvadoreños de las
tierras nacionales que ocupaban y que eran objeto de violenta disputa entre
campesinos y terratenientes. También fue el problema de la relación del hombre
con la tierra la que explica el profundo temor de poderosos grupos de la elite
económica salvadoreña, que leían la realidad a través de ideas y valores
arraigados en la cultura política de sociedades agrarias, ante la perspectiva
del retorno de centenares de miles de campesinos desposeídos. Fue precisamente
esa facción agraria, contrapuesta a los grupos de industriales y comerciantes
que se beneficiaban del MCCA, la que ejerció la influencia decisiva sobre una
cúpula militar gobernante que compartía sus mismos temores, para resolver el
conflicto con Honduras de manera violenta. Es necesario hacer énfasis en que el
principal factor en la generación de la crisis que condujo al rompimiento de
las hostilidades militares entre los dos países fue la desconcertante
agresividad de la campaña antisalvadoreña que acompañó a la ejecución de la
reforma agraria hondureña.
La campaña de limpieza antisalvadoreña produjo, desde
principios del mes de junio hasta el momento del ataque salvadoreño, más de
20,000 salvadoreños retornados a su país de origen después de haber sido
obligados a abandonar bienes y hogares en el vecino país. Los esfuerzos de la
comunidad hemisférica, incluyendo al gobierno de los Estados Unidos de América,
para, en un primer momento, prevenir la guerra y, posteriormente, para
interrumpir las operaciones militares habían sido concebidos básicamente para
enfriar y para desescalar el conflicto, haciendo prácticamente a un lado las
cuestiones directamente relacionadas con la suerte de las decenas de miles de
salvadoreños despojados y coaccionados a abandonar sus hogares en Honduras. La
difusión de los testimonios de las víctimas de la violenta campaña
antisalvadoreña en Honduras levantó una gigantesca ola nacionalista de
indignación popular y generó un movimiento masivo de solidaridad con los
compatriotas retornados. Los numerosos pronunciamientos sectoriales de condena
al gobierno y a las fuerzas armadas de Honduras publicados en los medios de
prensa proporcionaron la medida de una agitada opinión pública que presionó al
gobierno y a los militares salvadoreños para responder enérgicamente al desafío
hondureño. La movilización ciudadana estimulada por un discurso oficial
nacionalista careció de autonomía y se auto disolvió paulatinamente después de
la ruptura de la unidad nacional por el partido demócrata cristiano antes de finalizar
el año 1969.
Algunos enfoques tienden a personalizar las estructuras
sociales hasta casi considerar a los seres humanos como simples instrumentos de
la fatalidad económica. La Guerra de las Cien Horas ha sido atribuida a un
conjunto de factores impersonales como las contradicciones del proceso de
integración económica regional, la política imperialista del gobierno americano
y la lucha de clases en los dos países, ignorando el juego de las voluntades y
las pasiones humanas en la definición de coyunturas críticas. Tucídides, el
historiador de la Guerra del Peloponeso, consideró hace muchísimo tiempo que
los pueblos organizados en estados tendían a competir violentamente por el
poder e iban a la guerra por razones de “honor, temor e interés”. Los tres
motivos de Tucídides para entender las causas de las guerras pueden ser
identificados detrás de la decisión salvadoreña de invadir con fuerzas
militares a Honduras. Aparentemente el grupo que favoreció la guerra temía las
consecuencias políticas de un retorno masivo de campesinos salvadoreños sin
tierra, tenía interés en el mantenimiento de un statu quo que aseguraba el
acceso a una frontera agrícola en territorio hondureño para los “excedentes”
nacionales de población campesina y consideraba que la guerra era la única vía
honorable para castigar al culpable de la crisis. En el conflicto
honduro-salvadoreño las consideraciones de utilidad y conveniencia económica
fueron subordinadas a consideraciones sobre el honor nacional que adquirieron
una importancia desproporcionada y decisiva. Los miembros del gabinete del
presidente Sánchez Hernández que intentaron favorecer una solución no violenta
a la crisis con Honduras, principalmente los ministros de Economía y de
Relaciones Exteriores, fracasaron en su propósito. El honor significaba, en ese
particular contexto histórico, prestigio institucional, status y orgullo
nacional. La salvaguarda del honor nacional también estaba directamente
vinculada a la cuestión de la conservación del poder, pues los militares salvadoreños
temían el irreparable daño a su legitimidad como defensores de la nación y a su
control del sistema político, que supondría una salida deshonrosa a la crisis.
Ninguno de los dos gobiernos podía dar marcha atrás sin correr el riesgo de
perder todo su prestigio ante la opinión pública de sus respectivas sociedades.
Algunos estudiosos del conflicto sostienen que a finales del mes de junio de
1969, ambos gobiernos habían perdido parcialmente el control de los
acontecimientos alcanzando un punto de no retorno en el desarrollo de la
crisis.
Una de las consecuencias
inmediatas del conflicto fue la desvalorización de las ideas unionistas que
habían inspirado las políticas integracionistas de las dos décadas previas. Al
visualizar los acontecimientos de 1969 desde una perspectiva histórica, es
incuestionable que la conciencia centroamericanista tenía niveles muy
desiguales de arraigo al interior de las poblaciones de ambos países y que
encontraba el terreno más propicio para su desarrollo en las capas educadas de
la población y en las esferas oficiales. La guerra demostró la fragilidad del
ideal unionista, confinado a ciertos grupos de las elites intelectuales y
políticas, constatando que las mayorías populares, particularmente las
hondureñas, no solamente no compartían los sofisticados ideales abstractos del
unionismo centroamericanista sino que eran particularmente receptivas a los
discursos nacionalistas más excluyentes y agresivos. La rapidez con la que las
imágenes del vecino fueron demonizadas y deshumanizadas como resultado de la
difusión de feroces discursos nacionalistas a través de los medios de
comunicación de masas es uno de los aspectos del conflicto que despiertan mayor
asombro, evidenciando la superficialidad de la implantación del ideal unionista
centroamericano en la conciencia popular.
El conflicto solucionó temporalmente la conflictividad prevaleciente en los
sistemas políticos de los estados beligerantes. En el caso salvadoreño sería
más apropiado afirmar que la guerra contra Honduras solamente retardó un poco
más las manifestaciones más graves de dicha conflictividad. La Guerra de las
Cien Horas no solamente volvió al país sobre sí mismo sino que hizo salir a la
superficie los problemas más profundos de la sociedad salvadoreña, colocando en
la agenda política gubernamental el tema tabú de la necesidad de una reforma
agraria y aumentando las presiones por la democratización de un sistema
político poco competitivo.
La guerra de 1969 fue la consecuencia de la incapacidad de los gobernantes
hondureños y salvadoreños para resolver los problemas sociales y económicos más
urgentes de sus respectivas sociedades. La extraordinaria rigidez del sistema
político salvadoreño y su férreo control por una cúpula militar aliada a una
elite económica que no quería oír hablar de reformas impidieron una respuesta
más flexible y serena a la provocación hondureña. En Honduras, el predominio
político de una alianza entre el Partido Nacional, dominado por poderosos
intereses agrarios, y los comandantes de las fuerzas armadas conducidos por un
general-presidente particularmente inescrupuloso, hizo posible la puesta en
marcha de una reforma agraria discriminatoria y sin indemnizaciones acompañada
de una violenta campaña antisalvadoreña con expulsiones masivas. El giro
sorpresivo de las políticas migratoria y agraria del gobierno hondureño y el
descontento anti-integracionista de una clase capitalista dramáticamente
incapacitada para competir exitosamente con sus contrapartes regionales en un
mercado protegido, se conjugaron para crear el escenario político que condujo a
Honduras por el sendero de la confrontación violenta con su más importante
socio comercial en la región.
La guerra contra
Honduras marca el fin de una “Edad de Oro” caracterizada por el crecimiento
económico, la modernización social y una democratización restringida, y el
inicio de la década de gestación de la guerra civil. La inmediata posguerra
presentó oportunidades de desactivar los más graves problemas sociales y
políticos generadores de conflicto e inestabilidad política. La intransigencia
de elites económicas radicalmente antirreformistas, la falta de vigor y de
identidad propia del reformismo democrático salvadoreño, la ausencia histórica
de tradiciones pactistas en el sistema de partidos políticos y la mutua
desconfianza entre civiles y militares, fueron factores que contribuyeron a la
pérdida de la oportunidad de corregir un curso de colisión de consecuencias
impredecibles en aquel momento.
La guerra civil en El Salvador (1981-1992)
Entre los años 1981-1992, El Salvador vivió una etapa de
su historia que no había experimentado nunca. Una guerra civil prolongada y
sangrienta que dejó como resultado miles de muertos, el estancamiento del
desarrollo económico, la destrucción de una buena parte de su infraestructura y
la migración de miles de salvadoreños que abandonaron el país. El fin de la
guerra llegó en enero de 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz entre el
Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno
salvadoreño, con lo que se refunda el Estado y se sientan las bases para un
proceso de democratización. ¿Por qué ubicar el inicio de la guerra en 1981?,
¿quiénes fueron los actores principales en ese conflicto?, ¿por qué El Salvador
se vio sometido a una guerra incruenta y fratricida?, y ¿cuál fue el desenvolvimiento
de la guerra? son algunas de las preguntas a las que se les intentará dar
respuesta en este apartado. Hemos dividido el artículo en cuatro partes: en
primer lugar, enumeramos las causas estructurales e inmediatas de la guerra; en
segundo lugar, explicamos el desenvolvimiento del conflicto militar; en tercer
lugar, explicaremos el proceso de diálogo-negociación para finalizar la guerra
y finalmente reseñaremos la firma de los Acuerdos de Paz entre el FMLN y el
Gobierno de El Salvador.
Causas de la guerra
civil
Una guerra civil es cualquier enfrentamiento bélico cuyos participantes no
son en su mayoría fuerzas militares regulares, sino que están formadas u
organizadas por personas generalmente de la población civil. En la guerra civil
salvadoreña el enfrentamiento armado se llevó a cabo entre las fuerzas
guerrilleras del FMLN y la Fuerza Armada de El Salvador (FAES). El objetivo del
FMLN era tomar el poder a través de la vía armada, sacar a los militares del
control del gobierno e instaurar una sociedad de corte socialista; mientras la
FAES tenía como objetivo conservar el estado de cosas existentes. Es decir,
mantener el control del gobierno y proteger los intereses de los grupos económicamente
más poderosos que por años se habían beneficiado económicamente a partir del
control del aparato gubernamental.
Los análisis sobre lo sucedido entre 1981 y 1992 son diversos. Estos se
pueden resumir en tres posiciones analíticas: la primera, sostenida por los
gobiernos de la época, los intelectuales miembros de los grupos dominantes, los
militares y el gobierno de los Estados Unidos; para ellos la guerra era
resultado del éxito de hábiles agentes externos que pretendían imponer en El
Salvador un gobierno comunista. Según esta postura los problemas en El Salvador
no eran locales; sino causados por Fidel Castro y la Unión Soviética quienes
pretendían expandir el comunismo en Centroamérica. La segunda postura era
sostenida por el FMLN, para quien la guerra era producto del descontento por la
desigualdad social, la concentración de la riqueza en pocas manos y la
dictadura militar que a lo largo del siglo XX había frustrado todo intento
democratizador en el país. La tercera posición era concebida desde la academia,
según los estudiosos, el conflicto militar era el resultado de la pérdida de
legitimidad por quienes dirigían la sociedad salvadoreña, por su incapacidad
para integrar políticamente a los sectores subordinados.
Las causas estructurales de la guerra pueden encontrarse
por un lado, en la larga permanencia de un régimen político
autoritario, la falta de un gobierno civil resultado de elecciones
competitivas libres, un sistema legislativo representativo, falta de
independencia del poder judicial, total irrespeto a los derechos humanos,
ausencia de una prensa independiente o de un organismo electoral autónomo. Por
décadas lo que prevaleció fue el ejercicio del poder arbitrario, la
intolerancia frente a la oposición política, el uso de la fuerza ante las
demandas de democracia, los golpes de Estado, la persecución a los opositores
políticos. En fin, un régimen autoritario militar que ascendió al poder en 1931
producto del golpe de Estado contra el presidente Arturo Araujo. Por otro
lado, una estructura económica que profundizaba la inequidad. Por largos años
El Salvador fue un país dependiente de la agroexportación principalmente de
café, azúcar y algodón. La distribución equitativa de la riqueza producida por
la economía agroexportadora nunca fue un tema discusión entre los grupos
dominantes, a pesar del constante crecimiento económico que alcanzó el país, un
5.2 % entre los años sesenta y setenta. Junto a ese crecimiento marchó paralelo
un empobrecimiento y un retraso de importantes segmentos de la población.
Si bien es cierto que el régimen político autoritario y el sistema
económico inequitativo, rasgos de larga duración, pueden ser considerados como
causas estructurales del conflicto militar, no hay que dejar de lado las causas
inmediatas, entre las que podemos mencionar: los fraudes electorales de la
década de los setenta (1972 y 1977) y la represión contra el movimiento social
y la oposición política. A principios de los años setenta, el debate dentro de
la izquierda salvadoreña se centró en las ventajas de la vía electoral sobre la
lucha armada. Pero al mismo tiempo que las elecciones fueron más y más
fraudulentas, la lucha armada apareció a muchos necesaria y justificable.
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