martes, 12 de marzo de 2013
*Este es un resumen del artículo El ejército y la
democratización en El Salvador, publicado originalmente en la revista Eca 539,
de 1993. Con una excepción notable, la guerra con Honduras en
1969, su competencia en este campo nunca ha sido puesta a prueba.
Tareas tan sencillas como las señaladas tampoco requieren de un soldado
muy complicado. Durante décadas, el ejército salvadoreño llenó las filas de su
infantería con campesinos que recibían el entrenamiento mínimo para poder
operar. Las tareas específicas de policía las llevaban a cabo los cuerpos de
seguridad, los cuales, hasta los años cincuenta, incluían la Guardia Nacional
y la Policía Nacional. Ambos estaban bajo el control directo de la Fuerza
Armada y sus efectivos eran voluntarios que permanecían en sus filas por
períodos más largos que el soldado regular de infantería.
Por lo tanto, tradicionalmente, la Fuerza Armada manejaba
tanto la defensa convencional del interés nacional de cara a posibles enemigos
externos como la conservación de un orden social y político interno aceptable y
las garantías constitucionales, necesarias para el funcionamiento de todo el
modelo de desarrollo agroexportador. Por supuesto, el mismo esquema operaba en
los otros ejércitos centroamericanos del siglo XX. Lo notable es la
“resistencia” del ejército salvadoreño, su capacidad para renovar su presencia
en los puestos de poder más altos del Estado y para legitimar su presencia en
el pueblo, especialmente en las áreas rurales, donde, hasta muy recientemente,
vivía la mayoría de la población del país. Sin embargo, debe aclararse desde el
principio que la Fuerza Armada salvadoreña no ha estado atada por un matrimonio
permanente con ninguna fuerza social o política; si bien la mayoría de las
veces se ha puesto del lado de la oligarquía terrateniente, los militares
también han apoyado algunas políticas destinadas a debilitar la dominación
económica de dicha oligarquía. La Fuerza Armada salvadoreña está más
interesada en la defensa del Estado y de sus propios intereses corporativos que
en aliarse ciegamente con una determinada fuerza social o económica
Las Fuerzas Armadas
durante la dictadura de
Hernández Martínez
Los oficiales militares que establecieron la dictadura de Maximiliano
Hernández Martínez en octubre de 1931 estaban convencidos que el gobierno civil
de Arturo Araujo era incapaz para controlar el crecimiento de las fuerzas
políticas que amenazaban la existencia del Estado salvadoreño y que carecía de
autoridad para adoptar medidas drásticas y enfrentar el impacto de la
depresión. Pero incluso antes del golpe, durante el difícil momento económico y
social cuando se tuvieron elecciones presidenciales a comienzos de 1931, el
gobierno civil conservó el ejército como el pilar principal de la estabilidad.
Más específicamente, se distinguió a la Guardia Nacional como una garantía
particularmente importante para las instituciones del Estado y de los derechos
e intereses de los individuos.
Por consiguiente, la instalación de Hernández Martínez
como presidente no alteró la estructura de las fuerzas armadas ni incrementó el
presupuesto militar. La insurrección campesina en el occidente de El Salvador,
en enero de 1932, sofocada con relativa facilidad en un mar de sangre por el
ejército y los grupos paramilitares, demostró a todos la enorme ventaja, en
términos de poder de fuego (especialmente de las ametralladoras), de la Fuerza
Armada y de la Guardia Nacional. Lo que cambió rápidamente con Hernández
Martínez fue la presencia de oficiales militares en numerosos puestos
gubernamentales y el establecimiento de un sistema de partido único,
simpatizante por un tiempo del partido Nazi alemán. Por lo demás, la dictadura
salió de la depresión con las medidas redistributivas y reformistas mínimas.
Lo más que hizo fue establecer un banco central y un banco hipotecario como
instituciones públicas controladas por intereses económicos poderosos y
pensados con la idea de comprar propiedades rurales para distribuirlas después
entre los campesinos sin tierra. Pero su preocupación principal, en la misma
línea de la elite cafetalera, era mantener el orden y la defensa de la propiedad
privada, especialmente en las áreas rurales. La Guardia
Nacional, fundada y entrenada por oficiales españoles en 1912, fue el
instrumento principal para conseguir estos objetivos. Sus agentes erraban
libremente por el campo, mientras que otros (por lo general llamados
“supernumerarios”) fueron contratados en términos privados por los
terratenientes y por otros propietarios para dar seguridad, especialmente
durante el tiempo de la cosecha de café.
El resto de la Fuerza Armada, los batallones de infantería y de
artillería, fue utilizado de una manera muy limitada por el régimen. El
problema principal, tal como lo percibió el cuerpo de oficiales, era el
bajísimo nivel educativo con el cual los reclutas ingresaban a los cuarteles.
Por lo tanto, los oficiales debían proporcionar clases de alfabetización básica
para que los soldados de rango y fila obtuvieran una competencia mínima en
lectura y escritura. Aun así, la práctica de reclutar campesinos contribuyó a
mantener la presencia militar en las áreas rurales, puesto que los veteranos
del servicio militar eran obligados a participar en las patrullas locales,
llamadas “patrullas cantonales” (también conocidas como “escoltas militares”).
Estuvieron bajo el mando directo de los “comandantes” locales, quienes formaban
parte del llamado “servicio territorial”, una sección del Ministerio de
Defensa. También proporcionó al ejército una justificación adicional de su
existencia: civilizar a los campesinos con la alfabetización y la educación
básica así como con el entrenamiento físico.
El derrocamiento de Hernández Martínez en 1944 no dio
paso, como en Guatemala, al establecimiento de un régimen dirigido por
civiles. En lugar de ello, los herederos del dictador dejaron muy claro que los
civiles (unas veces llamados “izquierdistas” y otras “reaccionarios”) eran los
responsables principales del “caos” de 1944. En cuanto el país se deslizó hacia
la “desintegración total”, el ejército intervino forzosamente para restaurar la
paz nacional y la tranquilidad. Indudablemente, un buen número de altos
oficiales militares participó en el golpe de Estado de 1931 y en la represión
del año siguiente; así, pues, las manifestaciones callejeras, dirigidas por
civiles, los deben haber alarmado de modo extremo, aunque las áreas rurales
permanecieron en calma. Más aún, la ejecución de los oficiales militares que se
pusieron del lado de los civiles que se opusieron al régimen en la revuelta
abortada de 1944 por un escuadrón de fusilamiento hizo que otros se lo pensaran
dos veces antes de participar en cualquier aventura política. Al final, por lo
tanto, una dictadura militar conservadora permaneció en el poder durante otros
cuatro años, mientras que Hernández Martínez fue obligado a exilarse y nunca
regresó a El Salvador.
La nueva Fuerza Armada
del gobierno revolucionario
En diciembre de 1948 algunos oficiales del ejército (dirigidos por un
grupo de mayores) y algunos civiles derrocaron el gobierno del general Salvador
Castaneda Castro e instalaron una junta que buscó legitimar su existencia con
una retórica política y con formas de gobierno nuevas. Los sinónimos del
régimen de Hernández Martínez y sus sucesores inmediatos tuvieron la misma
concepción política: deber, tranquilidad, paz, orden (social y constitucional),
vigilancia, protección, propiedad y garantías. Nunca se mencionó la democracia.
Pero sus enemigos se hallaban en las críticas usuales de facciones, los
partidos, los desórdenes y la anarquía. Así, cuando la nueva junta declaró que
los regímenes anteriores habían descartado la voluntad popular y, por lo tanto,
habían permitido el surgimiento de la disensión política, también anunció que
la Fuerza Armada dirigiría al pueblo hacia una vida nueva dentro de las formas
republicanas de gobierno. En particular, la junta se comprometió con los
principios democráticos y a respetar la voluntad popular expresada en unas
elecciones libres.
Sin embargo, una proclama de la junta, dada a conocer once días después del
golpe, definía en términos mucho más precisos el tipo de democracia que los
oficiales militares y sus aliados civiles estaban considerando. Por un lado, la
“libertad” florecería solamente en un ambiente de orden, libre de perspectivas
extremistas y demagógicas. Así, mientras la Fuerza Armada se volvía “apolítica”,
se le encargaba garantizar la libertad y
asegurar el respeto de la ley. No solo eso: la junta hizo un llamado a la
unidad de todos los salvadoreños para conseguir el progreso nacional y la
reconstrucción en términos de un “bloque indestructible” conformado por la
población civil y la Fuerza Armada (Proclama de 1948).
De esta manera, el ejército siguió siendo un elemento constante en el nuevo
modelo de desarrollo que buscaba promover la industrialización, diversificar
la agricultura de exportación y aumentar el gasto del servicio social y del
bienestar público. Reiteraba el papel de la Fuerza Armada como una escuela para
las masas y se comprometía directamente a apoyar una campaña nacional de
a1fabetización. El ejército decidió mejorar la preparación
de su propio cuerpo de oficiales, exigiendo más requisitos para ingresar en la
Escuela Militar y reformando su programa de estudios, así como creando una
escuela de guerra. También abrió su contabilidad al escrutinio y la supervisión
públicos unos pocos años (por primera y última vez) para cumplir con su promesa
de administrar sus fondos honesta y eficientemente. Pero el gasto militar como
proporción del gasto total del gobierno no disminuyó de manera notable desde
los años de la dictadura de Hernández Martínez. El compromiso del régimen con
la democracia no pasaba de ser verbal: en toda la década de los cincuenta, los
partidos de la oposición nunca ganaron ni un escaño en la asamblea ni
controlaron municipalidad alguna, como resultado de la intimidación, el fraude
y el control total del evento electoral por parte del gobierno. El rechazo
inicial a un partido “oficial” por parte de los nuevos gobernantes rápidamente
se convirtió en la creación del Partido Revolucionario de Unificación
Democrática (PRUD), dominado por el ejército. Para el salvadoreño común, este
partido no pudo ser muy distinto del Partido Pro Patria de Hernández Martínez.
Otro elemento importante
en la continuidad del papel del ejército fue la conservación de una extensa
estructura paramilitar en las áreas rurales. Los comandantes locales estaban
encargados de elaborar la lista de los hombres disponibles para ser reclutados
y de seleccionarlos cuando llegase el momento. Todos los soldados que hubiesen
hecho servicio militar continuaban registrados en la comandancia local
como miembros de las escoltas militares, las cuales actuaban sobre todo los
fines de semana “para garantizar la vida y la propiedad”. A estos reservistas
también les daban pláticas sobre la disciplina, la bandera, el himno y los
peligros del comunismo. Había recompensas inmediatas también: los cuarteles del
servicio territorial se preocupaban porque los miembros de las escoltas
militares recibiesen asistencia médica y económica en caso de necesidad, lo
cual para una familia campesina pobre era más valioso que cualquier sacrificio.
En este momento, no es posible determinar la magnitud de esta estructura
paramilitar, pero si reclutaba unos 3,500 efectivos anualmente (es el dato de
1955), al final de la década debería haber estado conformada por un total de
35,000 efectivos aproximadamente, más todos los de los años anteriores.
Finalmente, los cuerpos de seguridad del antiguo régimen permanecieron casi
sin alteración alguna en el orden nuevo. La Guardia Nacional, descrita por la jerarquía
militar en términos cada vez más brillantes, según pasaban los años,
proporcionó seguridad en todas las áreas rurales del país. Sus servicios tenían
mucha demanda, al extremo que continuó la práctica de los años de Hernández
Martínez, según la cual los propietarios de fincas y de negocios contrataban a
los guardias retirados por una determinada cantidad de dinero. Al igual que en
el caso del ejército reclutado, no hay estadísticas disponibles sobre la fuerza
de este cuerpo armado, pero a partir de los uniformes proporcionados (4,400 en
1955), se puede asumir que el número de sus efectivos era de unos dos mil
aproximadamente. Por lo tanto, si el ejército de reclutas y reservistas se
agrega al estimado total de guardias, se puede estimar que, al final de la
década, el régimen pudo contar con unos 40,000 hombres en las áreas rurales
para proporcionar apoyo político esencial y seguridad en un país con dos
millones y medio de habitantes, de los cuales un millón y medio vivía en las
áreas rurales.
La preocupación
principal del ejército con la seguridad en el campo no lo preparó para
enfrentar la crisis que surgió en las áreas urbanas del país, especialmente en
San Salvador, en 1959 y 1960. Los universitarios y los dirigentes de la
oposición participaron en manifestaciones callejeras que fueron reprimidas
violentamente por los cuerpos de seguridad y, al final, provocaron otro golpe
de Estado que derrocó al gobierno del coronel José María Lemus. Al igual que en
1948, una coalición de oficiales militares y de civiles (en su mayoría
vinculados a la Universidad Nacional) intentó establecer las bases de un
sistema político nuevo más abierto, pero su gobierno solamente duró tres meses
(de octubre de 1969 a enero de 1961), cuando fue reemplazado por otra junta (el
Directorio Cívico-Militar), la cual incluía oficiales militares y civiles más
conservadores.
Los gobiernos de
“conciliación nacional”
En los años sesenta, los ejércitos de Centroamérica participaron en una
serie de tareas que buscaban enfrentar la amenaza izquierdista, proveniente de
la Cuba revolucionaria. Estados Unidos, por medio de la Alianza para el
progreso y por el incremento de la asistencia militar, buscó promover un
cambio social y económico fundamental y garantizar la seguridad militar. Así,
la junta cívico-militar integrada en enero de 1961 fue influenciada por las
exigencias del gobierno de Kennedy en cuanto a tener elecciones y hacer
reformas sociales y económicas, por un lado, y, por el otro, por la
resistencia continua de la oligarquía a la reforma agraria, al incremento de
los impuestos directos y a la libertad de expresión política. Para complicar
las cosas, aparecieron nuevos partidos políticos no comunistas que ofrecieron a
la población una alternativa reformista, los democratacristianos y los social
demócratas. Aunque estos partidos mantenían vínculos con organizaciones
políticas internacionales, prohibidos expresamente por la Constitución, estos
vínculos hicieron imposible suprimir a estos partidos de una vez por todas y
empezaron a conseguir un apoyo fuerte, en especial en las áreas urbanas.
El nuevo presidente militar, el coronel Julio Rivera,
introdujo ciertos cambios, en un intento por apaciguar los intereses
contradictorios dentro y fuera de El Salvador. En primer lugar, se introdujo la
representación proporcional de tal manera que la oposición no comunista podría
al menos participar en la asamblea y en los gobiernos locales. Al final de la
década, los partidos de la oposición habían conseguido casi la mitad de los
escaños de la asamblea y controlaban algunos gobiernos municipales, incluido el
de San Salvador. En segundo lugar, se introdujo un impuesto progresivo, lo cual
hizo que los ricos pagasen más de esta manera y a la vez proporcionó al
gobierno recursos adicionales para programas sociales. Sin embargo, no se hizo
ningún intento para promover otros programas importantes de la Alianza para
el progreso, como la reforma agraria. Y, finalmente, el ejército introdujo
un programa de “Acción cívico militar” con el propósito de poner sus recursos
humanos y materiales al servicio de proyectos de desarrollo local, enfrentando
así el intento de los grupos izquierdistas para ganar apoyo.
Sin embargo, la democracia plena no fue cuestionada. La definición militar
oficial de la democracia se estableció pronto: “... El sistema de gobierno
democrático está basado, fundamentalmente, en el equilibrio entre los poderes
públicos, en su independencia y capacidad para la fiscalización mutua”
(Ministerio de Defensa y Seguridad Pública, 1961). Más aún, la nueva
Constitución de 1962 conservó una provisión de la de 1950 según la cual, la
Fuerza Armada era responsable del orden público y de garantizar el respeto a la
ley y a los derechos constitucionales. Asimismo, permitía a los militares
intervenir directamente si la prohibición constitucional de reelección
presidencial era violada.
Más importante fue el papel abierto del ejército en el desarrollo
social y económico por medio de la acción cívica militar. En 1963, una
Dirección General de Acción Cívica fue establecida en el Ministerio de Defensa
para coordinar la participación del ejército en esos programas los cuales, tal
como se definieron inicialmente, incluían, entre otras cosas, la construcción y
reparación de escuelas y carreteras, el servicio de transporte para excursiones
escolares y la distribución de alimentos por medio del programa de Caritas, clínicas
médicas, donaciones de tela para uniformes escolares, distribución de afiches
con los símbolos nacionales, donación de sangre por parte de los reclutas para
los hospitales y servicios de almuerzo y barbería para los niños pobres de las
escuelas.
De esta manera, los recursos del ejército se sumaron a los de los
ministerios de educación, obras públicas, salud e interior, y a una nueva
organización paramilitar, la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN),
dirigida directamente por el presidente de la república y estrechamente
vinculada a la Guardia Nacional.
Sin embargo, es difícil calibrar los resultados concretos de la acción
cívica militar en términos de cobertura e impacto. Lo que sí parece claro es
que esta acción se incrementó con el tiempo, a medida que el descontento rural
se extendía después de 1970. Por ejemplo, en 1966, la acción cívica militar
distribuyó alimento a 16,930 personas y en navidad repartió regalos a 26 mil
niños. Cinco años más tarde, en 1971, la cobertura aumentó al repartir 86 mil
regalos en navidad, 10 mil pares de zapatos, más de 8 mil prescripciones
médicas y 10 mil libras de ropa usada, al extraer 676 dientes y al proporcionar
otra clase de ayuda, además de construir canchas de basquetbol, escuelas y
caminos en “cientos” de comunidades. Asimismo, es notable la incursión de la
acción cívica militar en las áreas urbanas después de 1975, especialmente en
San Salvador, cuando las actividades de los sindicatos izquierdistas y de los
grupos de estudiantes se intensificaron.
Cuando la oposición
aumentó, la Fuerza Armada empezó a reforzar y expandir sus estructuras
militares y paramilitares. En 1974, organizó batallones de reserva, vinculados
a las brigadas de infantería y a los puestos militares. Cada batallón tenía
entre dos y tres mil hombres. Además, se estableció una escuela de mandos en el
departamento de Morazán. Compraron equipo y armas nuevos, pero no como el
ministro de defensa lo presentó en términos más bien crípticos, para hacer la
guerra, sino para mantener a la Fuerza Armada preparada para defender los
intereses de la nación. Finalmente, los rangos de las escoltas militares se
expandieron, debido al “incremento de la población”, según el ministro de
defensa, pero lo más probable es que haya sido como resultado del
crecimiento evidente de la rebeldía campesina, manifiesta en tomas de tierra,
en manifestaciones y en la organización de sindicatos.
Lo que la Fuerza Armada y los presidentes militares, desde Fidel Sánchez
Hernández (19671972), pasando por Arturo Armando Molina (1972-1977) hasta
Carlos Humberto Romero (1977-1979), enfrentaban era un enemigo nuevo: masas crecientes
de gente desplazada de sus tierras por la expansión de la agricultura de
exportación, expulsadas de Honduras antes y después de la guerra desastrosa de
1969, y organizadas por una multitud de nuevos actores sociales que iban, desde
sacerdotes a estudiantes y dirigentes campesinos. Las voces de la disensión que
salieron de estas masas no tenían canales institucionales efectivos para
expresarse, debido a que la apertura política que el presidente Rivera inició a
comienzos de los sesenta se cerró otra vez a principios de los setenta. El
ejemplo más descarado de esto fue la elección fraudulenta del coronel Molina en
1972 y en contra de la coalición de los democratacristianos, los
socialdemócratas y los comunistas. Las elecciones siguientes para la asamblea y
la presidencia fueron boicoteadas por la oposición o manipuladas descaradamente
por el partido “oficial”, el Partido de Conciliación Nacional (PCN),
descendiente directo del PRUD.
Aun así, en 1976, el gobierno del coronel Molina trató de implementar un
programa de reforma agraria moderado (la llamada “transformación agraria”),
pero los intereses conservadores de los terratenientes forzaron a hacer un
cambio radical e incluso pudieron imponer al último presidente militar, el
general Romero, cuyos dos años en la presidencia se caracterizaron por medidas
represivas extremas. Así, la solución del alto mando tomó el camino de la
confrontación militar, para la cual el ejército no estaba preparado realmente.
En la década de los
setenta, el control militar de las áreas rurales, manejado cuidadosamente desde
la insurrección campesina de 1932, empezó a quebrarse. La explicación es bien
sencilla: el campo había cambiado, no así el ejército. La gente que vivía y
trabajaba en las áreas rurales (los campesinos, los
ocupantes ilegales y los trabajadores migrantes) estaba
sujeta a una miseria creciente, puesto que la tierra y las oportunidades de
trabajo se volvieron más escasas. Más aún, las poblaciones rurales se volvieron
más conscientes de su situación y estaban más decididas a transformarla
actuando directamente. El ejército, en cambio, continuó considerando a la
población rural en los mismos términos que en las décadas de los cuarenta y
cincuenta: una masa de campesinos ingenuos y, o atemorizados, algunos de los
cuales podían ser moldeados como soldados y reservistas completamente
obedientes y, de esta manera, podrían controlar al resto.
0 comentarios:
Publicar un comentario