El papel político del Ejército salvadoreño (1930-1979)

martes, 12 de marzo de 2013


         Desde el comienzo del gobierno militar directo en 1931 hasta los primeros años de la guerra civil, en 1980, la estruc­tura y composición de las fuerzas armadas salvadoreñas ha permanecido esencialmente sin cambio alguno: un ministerio de defensa, un estado mayor, una escuela militar, brigadas y re­gimientos de infantería departamentales, comandantes locales, una fuerza aérea y una marina pequeñas y una extensa organiza­ción a nivel de base (sobre todo en las áreas rurales), encargada del reclutamiento que mantiene una red de reservistas activos, quienes pueden ser llamados a prestar servicios paramilitares. Las fuerzas armadas se han conservado como una organización relativamente simple con tareas sencillas: la conservación del orden interno, el respeto y la defensa de la propiedad privada y el control (si no la erradicación) de aquellos grupos políticos que no encajan dentro de las provisiones constitucionales de la época. La defensa del territorio nacional y de la soberanía también fue parte de las responsabilidades del ejército, pero
*Este es un resumen del artículo El ejército y la democratización en El Salvador, publicado originalmente en la revista Eca 539, de 1993. Con una excepción notable, la guerra con Honduras en 1969, su competencia en este campo nunca ha sido puesta a prueba.
Tareas tan sencillas como las señaladas tampoco requie­ren de un soldado muy complicado. Durante décadas, el ejército salvadoreño llenó las filas de su infantería con campesinos que recibían el entrenamiento mínimo para poder operar. Las tareas específicas de policía las llevaban a cabo los cuerpos de segu­ridad, los cuales, hasta los años cincuenta, incluían la Guardia Nacional y la Policía Nacional. Ambos estaban bajo el control directo de la Fuerza Armada y sus efectivos eran voluntarios que permanecían en sus filas por períodos más largos que el soldado regular de infantería.
Por lo tanto, tradicionalmente, la Fuerza Armada mane­jaba tanto la defensa convencional del interés nacional de cara a posibles enemigos externos como la conservación de un orden social y político interno aceptable y las garantías constitucionales, necesarias para el funcionamiento de todo el modelo de desarrollo agroexportador. Por supuesto, el mismo esquema operaba en los otros ejércitos centroamericanos del siglo XX. Lo notable es la “resistencia” del ejército salvadoreño, su capacidad para renovar su presencia en los puestos de poder más altos del Estado y para legitimar su presencia en el pueblo, especialmente en las áreas rurales, donde, hasta muy recientemente, vivía la mayoría de la población del país. Sin embargo, debe aclararse desde el principio que la Fuerza Armada salvadoreña no ha estado atada por un matrimonio permanente con ninguna fuerza social o política; si bien la mayoría de las veces se ha puesto del lado de la oligarquía terrateniente, los militares también han apoyado algunas políticas destinadas a debilitar la dominación económica de dicha oligar­quía. La Fuerza Armada salvadoreña está más interesada en la defensa del Estado y de sus propios intereses corporativos que en aliarse ciegamente con una determinada fuerza social o económica

Las Fuerzas Armadas durante la dictadura de
Hernández Martínez

Los oficiales militares que establecieron la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez en octubre de 1931 estaban convencidos que el gobierno civil de Arturo Araujo era incapaz para controlar el crecimiento de las fuerzas políticas que amenazaban la existencia del Estado salvadoreño y que carecía de autoridad para adoptar medidas drásticas y enfrentar el impacto de la depresión. Pero incluso antes del golpe, durante el difícil momento económico y social cuando se tuvieron elecciones presidenciales a comienzos de 1931, el gobierno civil conservó el ejército como el pilar principal de la estabilidad. Más específi­camente, se distinguió a la Guardia Nacional como una garantía particularmente importante para las instituciones del Estado y de los derechos e intereses de los individuos.
Por consiguiente, la instalación de Hernández Martínez como presidente no alteró la estructura de las fuerzas armadas ni incrementó el presupuesto militar. La insurrección campe­sina en el occidente de El Salvador, en enero de 1932, sofocada con relativa facilidad en un mar de sangre por el ejército y los grupos paramilitares, demostró a todos la enorme ventaja, en términos de poder de fuego (especialmente de las ame­tralladoras), de la Fuerza Armada y de la Guardia Nacional. Lo que cambió rápidamente con Hernández Martínez fue la presencia de oficiales militares en numerosos puestos gubernamentales y el establecimiento de un sistema de partido único, simpatizante por un tiempo del partido Nazi alemán. Por lo demás, la dictadura salió de la depresión con las me­didas redistributivas y reformistas mínimas. Lo más que hizo fue establecer un banco central y un banco hipotecario como instituciones públicas controladas por intereses económicos poderosos y pensados con la idea de comprar propiedades rurales para distribuirlas después entre los campesinos sin tierra. Pero su preocupación principal, en la misma línea de la elite cafetalera, era mantener el orden y la defensa de la pro­piedad privada, especialmente en las áreas rurales. La Guardia



Nacional, fundada y entrenada por oficiales españoles en 1912, fue el instrumento principal para conseguir estos objetivos. Sus agentes erraban libremente por el campo, mientras que otros (por lo general llamados “supernumerarios”) fueron contratados en términos privados por los terratenientes y por otros propietarios para dar seguridad, especialmente durante el tiempo de la cosecha de café.
El resto de la Fuerza Armada, los batallones de infan­tería y de artillería, fue utilizado de una manera muy limitada por el régimen. El problema principal, tal como lo percibió el cuerpo de oficiales, era el bajísimo nivel educativo con el cual los reclutas ingresaban a los cuarteles. Por lo tanto, los oficiales debían proporcionar clases de alfabetización básica para que los soldados de rango y fila obtuvieran una competencia mínima en lectura y escritura. Aun así, la práctica de reclutar campesinos contribuyó a mantener la presencia militar en las áreas rurales, puesto que los veteranos del servicio militar eran obligados a participar en las patrullas locales, llamadas “patrullas cantona­les” (también conocidas como “escoltas militares”). Estuvieron bajo el mando directo de los “comandantes” locales, quienes formaban parte del llamado “servicio territorial”, una sección del Ministerio de Defensa. También proporcionó al ejército una justificación adicional de su existencia: civilizar a los campesinos con la alfabetización y la educación básica así como con el entrenamiento físico.
El derrocamiento de Hernández Martínez en 1944 no dio paso, como en Guatemala, al establecimiento de un régi­men dirigido por civiles. En lugar de ello, los herederos del dictador dejaron muy claro que los civiles (unas veces llamados “izquierdistas” y otras “reaccionarios”) eran los responsables principales del “caos” de 1944. En cuanto el país se deslizó hacia la “desintegración total”, el ejército intervino forzosamente para restaurar la paz nacional y la tranquilidad. Indudablemente, un buen número de altos oficiales militares participó en el golpe de Estado de 1931 y en la represión del año siguiente; así, pues, las manifestaciones callejeras, dirigidas por civiles, los deben haber alarmado de modo extremo, aunque las áreas rurales permanecieron en calma. Más aún, la ejecución de los oficiales militares que se pusieron del lado de los civiles que se opusieron al régimen en la revuelta abortada de 1944 por un escuadrón de fusilamiento hizo que otros se lo pensaran dos veces antes de participar en cualquier aventura política. Al final, por lo tanto, una dictadura militar conservadora permaneció en el poder durante otros cuatro años, mientras que Hernández Martínez fue obligado a exilarse y nunca regresó a El Salvador.

La nueva Fuerza Armada del gobierno revolucionario

En diciembre de 1948 algunos oficiales del ejército (di­rigidos por un grupo de mayores) y algunos civiles derrocaron el gobierno del general Salvador Castaneda Castro e instalaron una junta que buscó legitimar su existencia con una retórica política y con formas de gobierno nuevas. Los sinónimos del régimen de Hernández Martínez y sus sucesores inmediatos tuvieron la misma concepción política: deber, tranquilidad, paz, orden (social y constitucional), vigilancia, protección, propiedad y garantías. Nunca se mencionó la democracia. Pero sus enemigos se hallaban en las críticas usuales de facciones, los partidos, los desórdenes y la anarquía. Así, cuando la nueva junta declaró que los regímenes anteriores habían descartado la voluntad popular y, por lo tanto, habían permitido el surgi­miento de la disensión política, también anunció que la Fuerza Armada dirigiría al pueblo hacia una vida nueva dentro de las formas republicanas de gobierno. En particular, la junta se comprometió con los principios democráticos y a respetar la voluntad popular expresada en unas elecciones libres.
Sin embargo, una proclama de la junta, dada a conocer once días después del golpe, definía en términos mucho más precisos el tipo de democracia que los oficiales militares y sus aliados civiles estaban considerando. Por un lado, la “libertad” florecería solamente en un ambiente de orden, libre de pers­pectivas extremistas y demagógicas. Así, mientras la Fuerza Armada se volvía “apolítica”, se le encargaba garantizar la  libertad y asegurar el respeto de la ley. No solo eso: la junta hizo un llamado a la unidad de todos los salvadoreños para conseguir el progreso nacional y la reconstrucción en términos de un “bloque indestructible” conformado por la población civil y la Fuerza Armada (Proclama de 1948).
De esta manera, el ejército siguió siendo un elemento constante en el nuevo modelo de desarrollo que buscaba promo­ver la industrialización, diversificar la agricultura de exportación y aumentar el gasto del servicio social y del bienestar público. Reiteraba el papel de la Fuerza Armada como una escuela para las masas y se comprometía directamente a apoyar una campaña nacional de a1fabetización. El ejército decidió mejorar la prepa­ración de su propio cuerpo de oficiales, exigiendo más requisitos para ingresar en la Escuela Militar y reformando su programa de estudios, así como creando una escuela de guerra. También abrió su contabilidad al escrutinio y la supervisión públicos unos pocos años (por primera y última vez) para cumplir con su pro­mesa de administrar sus fondos honesta y eficientemente. Pero el gasto militar como proporción del gasto total del gobierno no disminuyó de manera notable desde los años de la dictadura de Hernández Martínez. El compromiso del régimen con la demo­cracia no pasaba de ser verbal: en toda la década de los cincuenta, los partidos de la oposición nunca ganaron ni un escaño en la asamblea ni controlaron municipalidad alguna, como resultado de la intimidación, el fraude y el control total del evento electoral por parte del gobierno. El rechazo inicial a un partido “oficial” por parte de los nuevos gobernantes rápidamente se convirtió en la creación del Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD), dominado por el ejército. Para el salvadoreño común, este partido no pudo ser muy distinto del Partido Pro Patria de Hernández Martínez.
Otro elemento importante en la continuidad del papel del ejército fue la conservación de una extensa estructura paramilitar en las áreas rurales. Los comandantes locales estaban encargados de elaborar la lista de los hombres disponibles para ser reclutados y de seleccionarlos cuando llegase el momento. Todos los solda­dos que hubiesen hecho servicio militar continuaban registrados en la comandancia local como miembros de las escoltas militares, las cuales actuaban sobre todo los fines de semana “para garanti­zar la vida y la propiedad”. A estos reservistas también les daban pláticas sobre la disciplina, la bandera, el himno y los peligros del comunismo. Había recompensas inmediatas también: los cuarteles del servicio territorial se preocupaban porque los miembros de las escoltas militares recibiesen asistencia médica y económica en caso de necesidad, lo cual para una familia campesina pobre era más valioso que cualquier sacrificio. En este momento, no es posible determinar la magnitud de esta estructura paramilitar, pero si reclutaba unos 3,500 efectivos anualmente (es el dato de 1955), al final de la década debería haber estado conformada por un total de 35,000 efectivos aproximadamente, más todos los de los años anteriores.
Finalmente, los cuerpos de seguridad del antiguo régimen permanecieron casi sin alteración alguna en el orden nuevo. La Guardia Nacional, descrita por la jerarquía militar en términos cada vez más brillantes, según pasaban los años, proporcionó seguridad en todas las áreas rurales del país. Sus servicios tenían mucha demanda, al extremo que continuó la práctica de los años de Hernández Martínez, según la cual los propietarios de fincas y de negocios contrataban a los guardias retirados por una de­terminada cantidad de dinero. Al igual que en el caso del ejército reclutado, no hay estadísticas disponibles sobre la fuerza de este cuerpo armado, pero a partir de los uniformes proporcionados (4,400 en 1955), se puede asumir que el número de sus efectivos era de unos dos mil aproximadamente. Por lo tanto, si el ejército de reclutas y reservistas se agrega al estimado total de guardias, se puede estimar que, al final de la década, el régimen pudo contar con unos 40,000 hombres en las áreas rurales para proporcionar apoyo político esencial y seguridad en un país con dos millones y medio de habitantes, de los cuales un millón y medio vivía en las áreas rurales.
La preocupación principal del ejército con la seguridad en el campo no lo preparó para enfrentar la crisis que surgió en las áreas urbanas del país, especialmente en San Salvador, en 1959 y 1960. Los universitarios y los dirigentes de la oposición participaron en manifestaciones callejeras que fueron reprimidas violentamente por los cuerpos de seguridad y, al final, provocaron otro golpe de Estado que derrocó al gobierno del coronel José María Lemus. Al igual que en 1948, una coalición de oficiales militares y de civiles (en su mayoría vinculados a la Universidad Nacional) intentó establecer las bases de un sistema político nuevo más abierto, pero su gobierno solamente duró tres meses (de octubre de 1969 a enero de 1961), cuando fue reemplazado por otra junta (el Directorio Cívico-Militar), la cual incluía oficiales militares y civiles más conservadores.

Los gobiernos de “conciliación nacional”

En los años sesenta, los ejércitos de Centroamérica participaron en una serie de tareas que buscaban enfrentar la amenaza izquierdista, proveniente de la Cuba revolucionaria. Estados Unidos, por medio de la Alianza para el progreso y por el incremento de la asistencia militar, buscó promover un cambio social y económico fundamental y garantizar la segu­ridad militar. Así, la junta cívico-militar integrada en enero de 1961 fue influenciada por las exigencias del gobierno de Kennedy en cuanto a tener elecciones y hacer reformas socia­les y económicas, por un lado, y, por el otro, por la resistencia continua de la oligarquía a la reforma agraria, al incremento de los impuestos directos y a la libertad de expresión política. Para complicar las cosas, aparecieron nuevos partidos políticos no comunistas que ofrecieron a la población una alternativa refor­mista, los democratacristianos y los social demócratas. Aunque estos partidos mantenían vínculos con organizaciones políticas internacionales, prohibidos expresamente por la Constitución, estos vínculos hicieron imposible suprimir a estos partidos de una vez por todas y empezaron a conseguir un apoyo fuerte, en especial en las áreas urbanas.
El nuevo presidente militar, el coronel Julio Rivera, intro­dujo ciertos cambios, en un intento por apaciguar los intereses contradictorios dentro y fuera de El Salvador. En primer lugar, se introdujo la representación proporcional de tal manera que la oposición no comunista podría al menos participar en la asam­blea y en los gobiernos locales. Al final de la década, los partidos de la oposición habían conseguido casi la mitad de los escaños de la asamblea y controlaban algunos gobiernos municipales, incluido el de San Salvador. En segundo lugar, se introdujo un impuesto progresivo, lo cual hizo que los ricos pagasen más de esta manera y a la vez proporcionó al gobierno recursos adicio­nales para programas sociales. Sin embargo, no se hizo ningún intento para promover otros programas importantes de la Alian­za para el progreso, como la reforma agraria. Y, finalmente, el ejército introdujo un programa de “Acción cívico militar” con el propósito de poner sus recursos humanos y materiales al servicio de proyectos de desarrollo local, enfrentando así el intento de los grupos izquierdistas para ganar apoyo.
Sin embargo, la democracia plena no fue cuestionada. La definición militar oficial de la democracia se estableció pronto: “... El sistema de gobierno democrático está basado, fundamentalmente, en el equilibrio entre los poderes públicos, en su independencia y capacidad para la fiscalización mutua” (Ministerio de Defensa y Seguridad Pública, 1961). Más aún, la nueva Constitución de 1962 conservó una provisión de la de 1950 según la cual, la Fuerza Armada era responsable del orden público y de garantizar el respeto a la ley y a los derechos constitucionales. Asimismo, permitía a los militares intervenir directamente si la prohibición constitucional de reelección presidencial era violada.
Más importante fue el papel abierto del ejército en el de­sarrollo social y económico por medio de la acción cívica militar. En 1963, una Dirección General de Acción Cívica fue establecida en el Ministerio de Defensa para coordinar la participación del ejército en esos programas los cuales, tal como se definieron inicialmente, incluían, entre otras cosas, la construcción y reparación de escuelas y carreteras, el servicio de transporte para excursiones escolares y la distribución de alimentos por medio del programa de Caritas, clínicas médicas, donaciones de tela para uniformes escolares, distribución de afiches con los símbolos nacionales, donación de sangre por parte de los reclutas para los hospitales y servicios de almuerzo y barbería para los niños pobres de las escuelas.
De esta manera, los recursos del ejército se sumaron a los de los ministerios de educación, obras públicas, salud e in­terior, y a una nueva organización paramilitar, la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), dirigida directamente por el presidente de la república y estrechamente vinculada a la Guardia Nacional.
Sin embargo, es difícil calibrar los resultados concretos de la acción cívica militar en términos de cobertura e impacto. Lo que sí parece claro es que esta acción se incrementó con el tiempo, a medida que el descontento rural se extendía después de 1970. Por ejemplo, en 1966, la acción cívica militar distribuyó alimento a 16,930 personas y en navidad repartió regalos a 26 mil niños. Cinco años más tarde, en 1971, la cobertura aumentó al repartir 86 mil regalos en navidad, 10 mil pares de zapatos, más de 8 mil prescripciones médicas y 10 mil libras de ropa usada, al extraer 676 dientes y al proporcionar otra clase de ayuda, además de construir canchas de basquetbol, escuelas y caminos en “cientos” de comunidades. Asimismo, es notable la incursión de la acción cívica militar en las áreas urbanas después de 1975, especialmente en San Salvador, cuando las actividades de los sindicatos izquierdistas y de los grupos de estudiantes se intensificaron.

Cuando la oposición aumentó, la Fuerza Armada empezó a reforzar y expandir sus estructuras militares y paramilita­res. En 1974, organizó batallones de reserva, vinculados a las brigadas de infantería y a los puestos militares. Cada batallón tenía entre dos y tres mil hombres. Además, se estableció una escuela de mandos en el departamento de Morazán. Compraron equipo y armas nuevos, pero no como el ministro de defensa lo presentó en términos más bien crípticos, para hacer la guerra, sino para mantener a la Fuerza Armada preparada para de­fender los intereses de la nación. Finalmente, los rangos de las escoltas militares se expandieron, debido al “incremento de la población”, según el ministro de defensa, pero lo más probable es que haya sido como resultado del crecimiento evidente de la rebeldía campesina, manifiesta en tomas de tierra, en manifes­taciones y en la organización de sindicatos.
Lo que la Fuerza Armada y los presidentes militares, desde Fidel Sánchez Hernández (19671972), pasando por Arturo Armando Molina (1972-1977) hasta Carlos Humberto Romero (1977-1979), enfrentaban era un enemigo nuevo: masas cre­cientes de gente desplazada de sus tierras por la expansión de la agricultura de exportación, expulsadas de Honduras antes y después de la guerra desastrosa de 1969, y organizadas por una multitud de nuevos actores sociales que iban, desde sacerdotes a estudiantes y dirigentes campesinos. Las voces de la disensión que salieron de estas masas no tenían canales institucionales efectivos para expresarse, debido a que la apertura política que el presidente Rivera inició a comienzos de los sesenta se cerró otra vez a principios de los setenta. El ejemplo más descarado de esto fue la elección fraudulenta del coronel Molina en 1972 y en contra de la coalición de los democratacristianos, los socialdemócratas y los comunistas. Las elecciones siguientes para la asamblea y la presidencia fueron boicoteadas por la oposición o manipuladas descaradamente por el partido “ofi­cial”, el Partido de Conciliación Nacional (PCN), descendiente directo del PRUD.
Aun así, en 1976, el gobierno del coronel Molina trató de implementar un programa de reforma agraria moderado (la llamada “transformación agraria”), pero los intereses con­servadores de los terratenientes forzaron a hacer un cambio radical e incluso pudieron imponer al último presidente militar, el general Romero, cuyos dos años en la presidencia se carac­terizaron por medidas represivas extremas. Así, la solución del alto mando tomó el camino de la confrontación militar, para la cual el ejército no estaba preparado realmente.
En la década de los setenta, el control militar de las áreas rurales, manejado cuidadosamente desde la insurrección campesina de 1932, empezó a quebrarse. La explicación es bien sencilla: el campo había cambiado, no así el ejército. La gente que vivía y trabajaba en las áreas rurales (los campesinos, los
ocupantes ilegales y los trabajadores migrantes) estaba sujeta a una miseria creciente, puesto que la tierra y las oportunidades de trabajo se volvieron más escasas. Más aún, las poblaciones rurales se volvieron más conscientes de su situación y estaban más decididas a transformarla actuando directamente. El ejér­cito, en cambio, continuó considerando a la población rural en los mismos términos que en las décadas de los cuarenta y cincuenta: una masa de campesinos ingenuos y, o atemorizados, algunos de los cuales podían ser moldeados como soldados y reservistas completamente obedientes y, de esta manera, podrían controlar al resto.

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